
Tenemos en el documental acceso a las declaraciones de algunos de los protagonistas de esta historia de excesos tropicales: Jon Roberts, narco hecho así mismo de frondoso bigotón y que en sus años mozos conducía un deportivo cuya matrícula rezaba "narcotraficante". Mickey Munday, el piloto de pelambrera rubia, un auténtico vaquero que, aunque siempre supo mantener el control, no podía decir que no a los favores de las hermanitas colombianas de sus compadres productores de coca. Jorge "Rivi" Ayala, el sicario, el matón, el asesino a sueldo sin escrúpulos de gatillo fácil. Griselda Blanco, la madrina, la dama de la muerte, la capo de la droga, la más mala de todas y todos, una señora de maldad bíblica. Todas criaturas sórdidas pero reales, decadentes pero en tiempos representantes de la sociedad del pelotazo, todas marcadas por el destino.
En 1983, Brian de Palma se acercó ya con su estilo, y con guión de Oliver Stone, a ese paisaje de pata de elefante y cuellos por encima de la chaqueta, de trajes de lino y oros en el pecho, donde también colgaba el frasquito de farlopa, de aston martins y descapotables, de testarossas blancos, de camisas floreadas y gafas de aviador para ir al hipódromo, de refugiados cubanos tras la expulsión del lumpen por Castro, de arsenal escondido en el maletero, de modelos drogadictas, de lavabos de discotecas ocupados por abogados, políticos y mafiosillos, de fardos y fajos, de coca y dólares, mucha coca y muchos más dólares. Pero Cocaine Cowboys no es una película de ficción. Es Miami años 80, una ciudad a todo color. Blanco (droga), rojo (sangre) y verde (pasta).
Un aperitivo...