
Sin centrarme en su biografía, sí lo hago en la exposición, un poco tarde ya para aquellos que quisieran visitarla, lo reconozco, pero es que este blog nunca se ha caracterizado por hacer saltar la liebre sino por su oportunismo a posteriori. Excusas aparte, aquí se conoce una ciudad que es un mundo en sí misma, y que, siendo también la que centra Retratos de Nueva York, la otra gran exposición de estos días, no puede dejar de ser otra distinta. Esta es la Nueva York del circo, donde una nube de humo vaída envuelve el disparo de la mujer obús y donde los animales parecen gozar de una ternura que el fotógrafo no aplica a según que seres humanos. Es la Nueva York de la juerga de Harlem y su estallido hedonista, donde los negros se vuelven dandys y el sudor brilla más por la intensidad del blanco y negro. Es la Nueva York del manoseo en los cines, la de los programas de terror y 3D. Es la Nueva York de las strippers del Village y la de los garitos de Bowery frecuentados por enanos y viejas obesas siempre a carcajadas. Es la Nueva York de los travestis y la de los borrachos tirados en las aceras, la de los gangsters y la de los hombres que se parecen a James Cagney. Pero también es la Nueva York de los que son protagonistas de la muerte o de los que son testigos de ella. Y, frente a esa mirada aterrorizada, la desorbitada por los estragos de las fiestas grotescas, fellinianas. A pesar de que las escenas diurnas devuelven algo de normalidad a una sociedad en mitad de la Gran Depresión, Nueva York es, por encima de Coney Island, noche y humo. Es blanco y negro. Una ciudad sin futuro, desesperada, aterida y ardiente, sucia, ebria y mísera. La gente se mata y se besa, descansa en los bordillos o lo hace eternamente. Esa ciudad que nunca duerme se desparrama en los garitos de jazz, en las calles, en los portales y en sus casas hacinadas. No hay tristeza, tampoco esperanza. Con este panorama, Weegee acuñó eso de: “What’s abnormal to you... is normal to me!” Menudo era.
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