miércoles, julio 16, 2008

Movidote del peyote

Esta bonita y entrañable expresión de nuestra adolescencia moratalazí me sirve para anticipar la próxima aventura. Destino: México lindo y querido.
Casi me despido de esta bitácora hasta primeros de agosto, con la esperanza de regresar más sabio, más viajado, más guapo y más feliz. Traeré conmigo los restos de la batalla, y no me refiero a nada relacionado con esta hermosa imagen de un pedazo de peyotón. No se apenen, en breve estaré de vuelta.

miércoles, julio 09, 2008

lunes, julio 07, 2008

Robert Capa

Sigo trapiñándome la biografía de Robert Capa, publicada en 1985 por Richard Whelan, y me asalta la necesidad de ver su vida trasladada a la gran pantalla. Se lo comento a un colega y barajamos un par de nombres para meterse en la piel de este auténtico personaje del siglo XX. Para mí sólo puede ser Michael Imperioli, nuestro Christopher Moltisanti de nuestras entretelas; a mi colega se le ocurre Adrien Brody. Premio para el caballero, pues al parecer el señorito a una nariz pegado –ahora también vale lo de “a una Pataki pegado”- está medio fichado para protagonizar un posible biopic escrito y dirigido por el cotizado guionista Menno Meyjes (Ricochet, Indiana Jones y la Última Crazada, El Corazón Púrpura, Manolete, El sueño del Mono Loco...), y con la también participación de Natalie Portman en el papel de la amada de Capa, la fotógrafa Gerda Taro. En realidad el proyecto lleva en nevera desde el año pasado. Veremos...

martes, julio 01, 2008

Admiración y envidia: la mística del deporte

Hacía calor. Aquel 24 de junio hacía calor. Yo era un enano de siete años y no podía más de los nervios. Recuerdo vivir de pie la tanda de penaltis a escaso medio metro del destartalado televisor en blanco y negro de nuestra salita de estar. En mi casa la tele en color no entró hasta los noventa, y ya del vídeo ni les cuento, por lo que mis recuerdos infantiles asomados al mundo –el 23-F, la tragedia de Heysel, la chufla de Malta, Barrio Sésamo y la Bola de Cristal, 3, 2, 1 contacto...- tienen algo de posguerra. Además, aquella salita empapelada con motivos setenteros y presidida por una mesa camilla se convirtió años después en mi habitación, una vez el niño se hizo mayor y necesitó más espacio e intimidad. El caso es que hacía calor, yo estaba nervioso y España se jugaba el pase a la final de la Eurocopa del 84. No me acuerdo del partido en sí, de que nos metieron un buen meneo ni de que Arconada hizo más que nunca de tigre del Igueldo. Únicamente el flash que lleva todo este tiempo encendido en mi memoria como si fuera ayer responde al momento en que Arconada se pilla un rebote mayúsculo porque el penalti que acababa de parar a Laudrup –por aquel entonces, para mí, un fulano más-, y que nos metía en la final, se tiene que repetir porque al árbitro se le pone en las narices. El portero zarandea al colegiado, lo que hoy hubiera significado cárcel segura, y se tiene que tragar el momento y el penalti repetido, que esta vez sí entra. De Lerby y Víctor no me acuerdo, ni siquiera de Elkjær mandando el balón al cielo de Lyon y, para qué os voy a engañar, tampoco de Sarabia cogiendo carrerilla para marcar el gol que nos clasificó. De lo que sí me acuerdo es de mí mismo asomado a la ventana de la sala berreando gol como un pirado. Y de mis padres felices porque yo era feliz. De la final me acuerdo menos, fíjense qué cosas.

Aquel equipo, para los de mi generación, tenía algo que no ha podido igualar ningún otro venidero. No ya por la furia, ni porque aquellos tipos tenían bastante carisma, sino porque rozaron la gloria y yo al menos les veía como si fueran inalcanzables, con aquellos rostros un tanto embrutecidos y aquellas pintazas entre escuálidas, contrahechas y todavía desarrollistas. Con sus pantaloncitos por las ingles y las pantorrillas como muslos de pollo. Yo quería ser Quini, Marcos Alonso o Arconada. Ya era culé pero no me hubiera importado ser Santillana. Parecía que tenían mil años y les admiraba.
Años después, vinieron otros jugadores, otros equipos y otros glamoures. Uno empezó a perder la inocencia del niño jurgolista –en cuanto se dio cuenta que de jurgolista, ná de ná, que igual fumeta o periodista-, y la ilusión se quedó por el camino. Las edades se fueron equilibrando y ya Zubi, aunque viejo y feote, no parecía tan inalcanzable. No digamos Salinas o Hierro. Más bien no querías alcanzarlos.
Y, de repente, sin esperarlo demasiado, un nuevo equipo te pone en una tesitura similar a la que viviste aquel 24 de junio. Y los golfos son más o menos de tu edad, la mayoría más jóvenes. Qué movida, qué alboroto. Ya no les admiras, ahora les envidias.