miércoles, abril 13, 2011

Vida... en pocas citas (I)

                             

                         

Dos vidas distintas pero igualmente únicas. La de Sidney Lumet se agotó el pasado sábado y ya no nos quedará más que rememorar su puñado de obras maestras filmadas a lo largo de cinco décadas. Casi ná. Riguroso, serio, respetuoso, inteligente, hondo. Así era su arte. Amargo incluso al final de sus días. Conservo con cariño el ejemplar de su también ejemplar Así se hacen las películas, el libro más conciso y revelador sobre el oficio que pueda encontrar uno en cualquier estantería de todo aficionado al cine o aprendiz a director. Me lo regaló precisamente un tipo que daba sus primeros pasos detrás de la cámara. A él le cambió la vida. Vida, así de simple quiso llamar a su autobiografía Keith Richards, el otro gigante que acude a esta cita. De citas va la cosa, porque les obsequiamos con algunas de las más jugosas que pueblan los primeros capítulos de este libraco repletito de anécdotas, confesiones, burradas, experiencias inolvidables, lecciones vitales, chorradas varias, episodios difusos, opiniones espinosas y emociones a flor de piel. Un pedazo de oda al rock&roll.


Y dentro te encontrabas con un grupo tocando, un trío, unos cuantos negrazos y unas tías bailando con billetes sujetos en sus tan¬gas. En cuanto entrábamos se hacía un gélido silencio porque éramos los primeros blancos que veían allí, pero sabían que la energía era de¬masiado potente para que la alterase un puñado de tíos blancos, sobre todo si no tenían pinta de ser de por allí. Así que a ellos les picaba la curiosidad y nosotros acabábamos como en casa. Lo malo era que luego había que volver a la carretera («¡joder, podría haberme quedado aquí días enteros!»). Tenías que largarte, y unas encantadoras señoritas negras te apretujaban entre sus inmensas tetas para despedir¬se. Cuando salías a la calle estabas empapado en sudor y envuelto en una nube de perfume. Nos metíamos en el coche y arrancábamos con nuestro delicioso olor y la música desvaneciéndose en la distancia.


Primero tienes que conocer de verdad a la muy cabrona. Y hasta te vas a la cama con ella si no tienes chica en ese momento, que además la forma es perfecta.


Si hubiera ido al ejército, a estas alturas ya sería general, porque no hay forma de pararle los pies a un troglodita: cuando me pongo, me pongo.


Es una sensación impagable. Y llega un momento en que te das cuenta de que realmente has abandonado el planeta durante un rato y de que eres intocable flotando a varios metros del suelo porque estás con otros tíos que quieren hacer exactamente lo mismo que tú y, cuando funciona, eso te da alas (...) Es como volar sin licencia.


El maravilloso arte de tejer el sonido de dos guitarras , el weaving, empezó ahí también. Caes en la cuenta de lo que puedes hacer tocando la guitarra con otro tipo, y que los dos juntos elevan a la enésima potencia lo que se puede lograr, y luego añades más gente.


Y entonces Eric dejó a los Yardbirds, se marchó de sabático seis meses , volvió convertido poco menos que en Dios, y todavía andan con esa creencia, a ver si se les pasa la fiebre.


A los diez minutos de salir al escenario empezaban a pasarnos por delante los cuerpos inertes de fans que habían perdido el conocimiento de la emoción, eso no fallaba. A veces incluso las dejaban poco menos que apiladas a un lado porque había demasiadas, ¡era como el puto frente occidental! (...) Me acuerdo de salir al escenario cuando ya habíamos terminado y la sala estaba vacía, ya habían recogido la ropa interior que nos habían tirado y demás. Andaba por allí un empleado ya mayor, el vigilante nocturno, que al verme me comentó: “Muy buena actuación, no ha quedado ni una sola butaca seca” (...) Aquellas tías se agolpaban allí abajo, sangrando, con la ropa desgarrada, las bragas meadas...


Es el mejor consejo que me han dado jamás: me pasó una pastillita blanca, una anfetamina y un porro. Así es como nos apañamos: te tomas una de éstas y te fumas uno de éstos.


Cada vez que tocábamos (todavía lo sigo haciendo a veces) me daba la vuelta y decía: ¿ese ruido lo estamos haciendo sólo ése de ahí y yo?


Lo que en realidad conseguimos fue recuperar el gusto de los americanos mismos por su propia música. Seguramente ésa era nuestra gran contribución a la música, el haber conseguido que los cerebros y oídos de los blancos dieran un volantazo para cambiar de dirección. No diría que lo hicimos nosotros solos porque si no llega a ser por los Beatles seguramente nadie habría logrado derribar esa puerta.


La primera vez que tuve el cañón de una pistola apuntándome entre ceja y ceja fue, creo, en los servicios de caballeros del Civic Auditorium de Omaha, Nebraska (...) Al poco tiempo me agencié una Smith & Wesson del 38 especial. Aquello era el Salvaje Oeste, ¡y lo sigue siendo! Me la compré en un bar de camioneros por veinticinco dólares, munición aparte.

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