martes, febrero 19, 2008

POZOS DE AMBICIÓN Y OTRAS REFLEXIONES DEL MONTÓN

Y llegó Pozos de ambición. Dejando al margen la melodramática adaptación en español de su título, cabe decir que estamos ante la que podría haber sido una obra maestra del consentido director de Boogie nights y Magnolia, de no estar pasadísima de rosca. Pasadísimo el director y pasadísimos los actores en una historia ya de por sí un poco de culebrón. Pero ese culebrón comienza a atrapar porque bebe desde el arranque directamente de las epopeyas patrias de John Ford para, poco a poco, ir soltando amarras hasta disparar sin reparos la gestualidad y todo el histrionismo de Daniel Day-Lewis. Así, durante casi tres horas hasta llegar al cierre, un epílogo diseñado al más puro estilo Kubrick. El manierista y grandilocuente de Barry Lyndon, La naranja mecánica o El resplandor, claro está. A pesar de todo, la capacidad narrativa del director, aunque nulamente contenida, consigue plasmar un puñado de grandes momentos escenificados en una película de gran amplitud y factura. Por ello el espectador no da crédito en cuanto asoma la parodia, cuando los personajes, desagradables y monstruosos, adquieren tintes caricaturescos. Una historia tan excesiva como su título. Paul Thomas Anderson se ha quedado a gusto.

Ver Pozos de Ambición me reafirma en mis convicciones respecto al mundo del arte. Enfrentarse ante la belleza y las emociones suscitadas por un objeto implica un acto de absoluta libertad. A veces uno se estremece o conecta con algo sin saber el motivo y sin buscar respuestas racionales. Pero cuando se quiere ir más allá suele necesitar establecer referentes sólidos a los que anclarse para pisar suelo firme y no desvanecerse en el vacío infinito de eso que llamamos arte. Puede que en eso consistan los prejuicios. Sin embargo, las etiquetas son útiles para configurar un criterio y educar el paladar por lo que, a menudo, suelo recurrir a los aspectos más reconocibles del sujeto antes de valorar el objeto. Algo así como contextualizar la obra. De esta manera puedo encajar películas de Kubrick tan desmesuradas como 2001 o Eyes wide shut gracias a otras tan certeras y ahorrativas como Atraco perfecto. O puedo aproximarme con respeto a la locura de Dalí en su fase más surrealista y lunática después de haber constatado su versión figurativa. No es más que una manera de escapar del fraude.

Y esta reflexión me lleva directamente a recordar mi noche del viernes pasado. Una invitación rebotada cae en mis manos y me desplazo hasta una galería de arte donde supuestamente se presenta un chef para un par de hoteles portugueses. La cosa se celebra en un primer piso y nada más subir las escaleras el barullo que fluye a ambos lados, en dos casas enfrentadas, confirma la llegada a las señas correctas. Sin nadie que ejerza de anfitrión, con un pelotón de gente cruzando de lado a lado, decidimos pasar a una de las casas en las que parece se instala la galería y la presentación. Nuestra curiosidad no se ve satisfecha pues tras echar unos cuantos vistazos todo parece reducirse a un par de habitaciones aparentemente vacías. Bueno, vacías. En una de ellas, una gran jaula no contiene más que la caída de una bombilla que luce intermitentemente. En la otra, la más grande, todo es diáfano salvo por una proyección estática de una foto y un detalle en el que más de uno repara porque sirve para que los incautos asistentes, copa y canapé en mano, tropiecen sin remisión. El detalle no es más que una especie de plancha de hierro, de estas que pueden utilizarse para fijar un baldosín, con un asa y bien colocadita en mitad del paso, sobre el frío mármol. Un par de vinos más tarde nos convencemos de que aquel conjunto es en realidad la exposición de marras. Fascinante. La fauna no desentona: mujeres estiradas de cutis y tacón alto, corrillos de guiris cuchicheantes, tipos extravagantes enfundados en gabanes negros con calaveras amarillas, chuzos de postín, gorrones de bandeja. Gente del arte. Gente que de vez en cuando se asoma por una cortina de goma negra, como las que tienen los talleres de coches para dividir espacios. Mi curiosidad ante la costumbre del personal me lleva a sospechar y no puedo remediar traspasar la cortina. Al otro lado, la penumbra envuelve la continuación de la habitación en la que estaba y, como si me viera atrapado en un cortometraje sin apenas guión, enfilé hasta la luz que se filtraba por el hueco de la única puerta por la que los fisgones podrían haberse colado. Justo antes de que pudiera llegar hasta ella, una mujer me indica que aquello es un despacho y me sugiere media vuelta, con lo que mis pesquisas y esperanzas morbosas por encontrar un nido de depravación donde la cultura y el arte dieran paso a sexo grupal y esnifadas compartidas se fueron al garete. Después de este episodio y cuando ya enfilábamos el descansillo, todavía atónitos por el despliegue, sin tener ni rastro del chef y con el buche vacío por la escasez de piscolabis, cuando comentábamos la última media trompada con la plancha de la instalación, entreveo en la puerta de enfrente un gentío desproporcionado con lo que acabábamos de dejar atrás. Confirmo que allí está la fiesta y, tras superar el franqueo de la barrera a pesar de no contar con la necesaria pero no avisada invitación física, accedemos a lo que bien pudiera ser una escena sacada de una película de Woody Allen o del guateque de Desayuno con Diamantes. Una auténtica jauría de personajillos poseídos por el espíritu depredador de la alta cultura debaten en mesas redondas, en rincones y en cualquier resquicio de lo que es una especie de hogar del galerista, decorado con cuadros y esculturas, con habitaciones destinadas al almacenaje, con estanterías llenas de libros, con alfombras absurdas y distribución caótica. Gordos trajeados y suripantas emperifolladas corretean entre la gente sosteniendo en equilibrio platos repletos de jamón y albóndigas. Al fondo del salón, parte de la masa se agolpa alrededor de las copas, vino con tufo a coles y cerveza de litrona, que los camareros a duras penas van sacando y repartiendo. Al otro lado de la estancia, una mesa adaptada para bufé es asaltada por la manada hambrienta. Los invitados comen con las manos, ríen a carcajadas, se empujan y se apelotonan mientras comentan la jugada o se ligan descaradamente a mandíbula llena. Atenazados por el estupor, no conseguimos encontrarnos cómodos en ningún momento, aunque sí salvamos la proeza de rellenar un plato con algunas de las exquisiteces cocinadas por el chef fantasma, siempre y cuando ibéricos y quesos puedan ser susceptibles de formar parte de sus méritos cocineros, claro está. De pie, con las dos manos ocupadas en sostener copa, servilleta, cubiertos y plato, con la americana puesta y la bufanda mojando la salsa, intentamos mimetizarnos con el paisaje, ser parte del argumento con naturalidad pero el camuflaje no basta. Hace falta mucho más alcohol y más maneras.

Si la vida fuese así...

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