lunes, agosto 18, 2008

La nueva y la vieja Valencia

Edificio en trampantojo en la Avenida del Puerto.

Me acerco estos días de fiesta –así somos los de nuestra estirpe, que no paramos- a la ciudad del Túria con la curiosidad de descubrir la nueva ciudad lanzada al estrellato de la modernidad y la vanguardia gracias al impulso de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias y a la Copa América de Vela. Tenía muchas ganas de comprobar el asalto de la ciudad al podio repartido entre Madrid y Barcelona, pero mis expectativas se vieron frustradas. Poco recordaba yo de una ciudad que no visitaba desde mi infancia, y de aquella permanece intacto su aireado sentido mediterráneo, su luminosidad, su amplitud de avenidas, sus plazas, sus puentes, sus relucientes edificios modernistas, por entero la ciudad marinera. No acudía yo a la caza de la lonja, el mercado, la catedral y la basílica, sino a la de la nueva urbanidad, el desafío tecnológico y arquitectónico, a la caza de la revolución valenciana. La Valencia historicista y fallera se aparta tras dar cuenta de horchata, helado, granizado, calamar y arroz meloso, y me apunto a recorrer el antiguo cauce del Túria hasta darme de bruces con los retoños de Santiago Calatrava –el Palau de les Arts, L'Hemisfèric, L'Oceanogràfic...-, la Ciudad preámbulo de la ruta de la Valencia del tercer milenio. Reconozco que me dejó frío como una sepia pero también reconozco que la observé de soslayo, sin adentrarme en el recinto. Ya veré los delfines cuando tenga prole y así podré juzgar con más garantías. El caso es que solo me quedaba enfilar el puerto y tantear la efervescencia provocada por el vuelco definitivo al mar desde un rediseño de la entrada a la Malvarrosa. Ná de ná. En honor a la verdad, no ayudaba a la clarificación de la estampa el follonaco de los preparativos para el circuito urbano de Fórmula 1 -más a la buchaca-, pero no es excusa. Las dársenas destinadas al ocio nocturno me parecen desaprovechadas y, aunque cumplen su papel con una buena funcionalidad de servicios, no deja de ser un apaño al estilo del Maremagnum barcelonés. Mucha silicona, mucho dj, mucho ambientazo, pero poca miga, poco estilo. Y poco mar. Mi estupor queda constatado al día siguiente cuando, casualidades de la vida, la edición valenciana de El País incluye un artículo dedicado precisamente a eso, al mucho nombre y marca de la última ciudad y a su escasa chicha. La sensación es palpable, aquí se ha invertido en marketing pero no en soluciones y audacia. Y a la gente le ha debido salir por un ojo de la cara, pues apenas tres días de garbeo me hacen colocar a Valencia como la ciudad más cara de España. Estar de visita en la ciudad cuesta lo suyo y no se ajusta a lo prometido. Además, doña Rita, si se dedica a recaudar en la hucha del parquímetro incluso en las tardes de agosto –insisto, ciudad desierta- es para que por lo menos perfume las calles pues apestan de lo lindo gracias, supongo, al calor, la humedad y a una deficiente red de alcantarillado y cañerías. Eso sí, una recomendación: restaurante Sangoreneta, en la calle Sorni, 31. Alta cocina en un local íntimo y bien atendido. No perderse su steak tartar con helado de torta del casar y crujiente de parmesano, ni sus texturas de chocolate, ni sus quesos artesanos, ni... Estupendo.

Las almenas de La Lonja

No hay comentarios: