martes, mayo 12, 2009

Narconación

El verano pasado pasé unos días de turismo en México. De turismo, con todos sus condicionantes y gratificaciones, viaje del que ya dimos cuenta en su momento. Ayer Cuatro reemitió el reportaje Narcoméxico con el reportero Jon Sistiaga a la cabeza. El país que aparecía por la tele, aún pareciéndose, aún siendo el mismo, era otro, más de verdad sin ser engañoso el que yo visité, más estremecedor sin dejar de ser inquietante el que yo descubrí, conociendo eso sí el límite que nos negamos a traspasar en aquel momento y conociendo la chicha a la que el producto televisivo no puede renunciar.
Aunque aplaudo el reportaje, me pregunto si ha sido oportuna la fecha elegida para recuperar su emisión, justo en plena desbandada turística provocada por la dichosa gripe. Desde luego, México no se lo merece. Con todo, no puedo evitar volver a sentir una fascinación especial por un país extremo cuando contemplo el DF más confuso, el que te aturulla con su sobreinformación, el que en enormes marquesinas y muros desconchados se confunden los rostros de secuestrados y secuestradores, ambos buscados bajo recompensa. Un país en el que cabe un guión de acción a diario, como el firmado por la madre coraje de todos los mexicanos, la que tuvo que hacer el trabajo de la policía para enchironar a los culpables del secuestro y asesinato de su hijo. La visita al barrio de Tepito y a la catedral de la Santa Muerte reabre una ansiedad ya difuminada y que nos llevó el agosto pasado a coquetear con su frontera. El culto a la Blanca Dama contextualiza el mundo narco que todo lo cubre. Pedraza, el jefe custodio del reclusorio, ejerce su papel de cicerone y traductor canero en el recorrido por la Universidad de la delincuencia. Unos amigos que yo me sé tragarían saliva si vieran lo que sus muros esconden. La mordida los salvó de sabe dios qué experiencias. Metido ya en harina, el reportaje viaja a Sinaloa tras dejar muy clara la premonición de cabezas cortadas hecha por Carlos Fuentes. Descubrimos la cultura-narco y la narco-estética, el museo-narco y los actuales estragos que la hermandad del polvo blanco provoca en la rutina diaria. Que si una pistola bañada de oro, que si un sombrero de cowboy, que si unas botas de piel de pitón… Que si un narcocorrido encargado por el cartel de turno. El fervor popular llega hasta el punto de santificar a uno de estos temidos líderes, Jesús Malverde, venerado incluso por aquellos que se encuentran en el bando contrario, el de los “buenos”, un bando en el que nueve de cada diez integrantes están untados. La corrupción encuentra en Culiacán su paraíso más corrosivo. Asiste Sistiaga atónito al levantamiento de un cadáver, toda una parafernalia morbosa en donde el escenario del crimen se muestra al alcance de cualquier cámara. Mientras nos adiestran en su espectacularización de la violencia, recuerdo las noticias que nos llegaban entonces de la Península del Yucatán. La guerra deja un reguero de cuerpos sin cabeza. Las imágenes en la tele saltan entre decapitaciones, lenguas cercenadas y baños de ácido. Y, por fin, se llega a Tijuana, la plaza grande. Droga pura hecha ciudad, en la que un brazo que traspasa un agujero espera a que alguien en su interior le inyecte la dosis. Vivimos con el reportero un tiroteo cotidiano. Armas confiscadas en las oficinas de homicidios. Un puño americano se muestra a cámara. Es la mano de Lobezno. Sistiaga es certero, puntilloso e incisivo, pero no puede evitar el morbo, algo inevitable ya que no todos los días uno comparte sala con un puñado de cadáveres balaseados. Como se apunta en el cierre del reportaje, una guerra que deja trece muertos al día es una guerra muy difícil de ganar. Y es que no es lo mismo ley que justicia.

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