miércoles, junio 27, 2007

Ayer por fin asistí a la retrospectiva que del fotógrafo neoyorquino Andrés Serrano se ha organizado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid con motivo de Photoespaña 2007. El dedo en la llaga se ha hecho llamar. Bien, pues centrándonos en su colección de imágenes de La Morgue, la exposición sirve para una cosa: incidir en el manido debate de la validez actual del arte. El arte como falacia, el arte como instrumento de golpear conciencias o el arte en sí mismo. Las fotos de cadáveres que fotografía Serrano por sí solas pueden generar empatía o rechazo, pero si acudimos a ellas desde un supuesto, desde la premisa de que esta obra, en concreto, tiene como fin la búsqueda de la belleza en la muerte, tendremos que constatar su fracaso. ¿Por qué? Porque no ha acudido a situaciones o circunstancias relacionadas con el óbito, idea que pudiera ser sin duda interesante, sino que se limita a fotografiar cuerpos aislados, sin más contexto que el del motivo de la defunción (palizas, accidente, enfermedad, suicidio). Por eso, si atendemos a la iniciación del artista a principios de su carrera en el mundo de la publicidad, reafirmaremos la sensación de que nos está dando gato por liebre. Andrés Serrano no busca belleza en la muerte, tan sólo la embellece.

De acuerdo con la nota explicativa a la entrada de la sala, comulgaríamos con el postulado de que la sociedad vive de espaldas a la muerte, pero no tragaríamos con el papel del autor como catalizador para revertir tal imaginario. Desde luego, no parece que el trabajo se hubiera tenido que limitar a artificializar el momento del depósito y la camilla, más que nada porque la visualización de una muerte cosmética no vale más que para reaccionar igual que se reacciona ante una portada del Vogue. El rostro de un niño ahogado o la imagen de un par de brazos con cortes sangrantes pueden ser tan saludables como el cuerpazo de Christy Turlington. Puede ser, pero ¿qué más da?

Sus fotos son exuberantes, plenas de color intenso y encendido, son instantáneas de gran formato que se valen de las técnicas de toma, iluminación e impresión más deslumbrantes (por ejemplo, la del cibachrome, a pesar incluso de quedarse en la fase analógica, sin llegar nunca a la era digital), herramientas todas apegadas a la publicidad y que no valen más que para potenciar el teatrillo del engaño, para maquillar la carne sin asir el espíritu.
Ahora bien, si Serrano no quería buscar nada, se ha encontrado con propaganda a toneladas. Hasta en el Senado de los Estados Unidos, aunque esa es otra historia. Bien por él, entonces.

Esto nos lleva, como decía al principio, a preguntarnos una vez más por la credibilidad del arte, más allá de su concepción o percepción como experiencia. Muchas veces nos vemos obligados a frenarlo ahí, otras demandamos algo más. En cualquier caso, no queremos engañifas. Nos solemos quejar de la voluntad, en ocasiones, snob del diseño, entendido éste como uno de los hermanos bastardos del arte, del desorbitado coste de su exclusividad o de su apego a las modas y tendencias, comentario éste debidamente puesto en cuarentena. Sin embargo, obviamos el valor intrínseco de cada pieza, un valor utilitario irrefutable que habría que relativizar en lo concerniente a los intocables objetos artísticos. No es lo mismo unas Meninas que un plano de Frank O. Gehry, no es lo mismo las pinturas rupestres de Altamira que un cuadro de Pollock, como no es lo mismo una flor de Imogen Cunningham que una instalación conceptual de cuatro gilipolleces una encima de la otra. Y eso que una de las creaciones más influyentes de todos los tiempos puede que sea el urinario de Marcel Duchamp. Ahí voy. Al menos, una meada a resguardo reconforta. No estaría de más una visión más dulcificada del mundo del diseño frente a una visión más crítica y menos bobalicona del mundo del arte. Porque estamos en lo mismo, ¿qué es arte? Ni zorra.

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