miércoles, abril 30, 2008


El fin de semana pasado se saldó con dos festines de música en vivo. Un AVE rumbo a Barcelona, unas tapas en La Boquería y derechito a Badalona, extraño escenario para volver a encontrarme con Nick Cave y sus Bad Seeds. Casi dos horas después de su irrupción en escena, la sensación fue la de haber asistido a un momento a la altura de aquellas visitas del Doctor Music o de la Riviera madrileña de hace unos años. Quizás mejor. Al entusiasmo que despertó en sus primeras apariciones en España y al romántico envoltorio de la presentación del No More Shall We Part, Cave resurge con pasmosa furia y prolífica catarata compositiva. De la gira más soulera del Abattoir Blues ha cribado la esencia más punk de sus comienzos. Y además parece haber afianzado su imagen tras su desastre alopécico. El tipo está en forma y da la sensación de que quiere aprovechar hasta el último suspiro de inspiración. Bandas sonoras, combos paralelos, festivales, giras, discos con sus Bad Seeds... Puede con todo y se afianza en las enciclopedias del rock más contemporáneo. Y, como contrapunto de su carisma y capacidad expresiva en escena, su banda de siempre arropa el espectáculo, sobrio pero directo al grano. Mick Harvey, Thomas Wydler, Martyn P. Casey, Conway Savage, Warren Ellis, Jim Sclavunos y James Johnston forman ese supergrupo. Aunque sólo Harvey le acompaña desde los inicios, todos encajan. Él es la profesionalidad, el que lidera con la mirada, el que sostiene la base musical. Warren Ellis encarna la imagen western de los últimos tiempos de Nick Cave, con el que parece compenetrarse mejor que nunca. El resto, a lo suyo, como siempre. Hombres elegantes pero duros en escena. Oscuros pero menos teatrales y grandilocuentes que su líder. Hombres con el poder magnético de la música, el de la fuerza bruta del rock filtrado a través de la experiencia y la sabiduría. Viejos y diablos. Hombres y músicos. A diferencia de Lázaro, Cave y los suyos no necesitan resucitar, pues tiempo habrá para morir.

¿Quién dijo nostalgia?

Al día siguiente, nos plantamos en la sala Razzmatazz dispuestos a continuar enturbiando el fin de semana a base de tonadillas alegres y soleadas. De la tormenta de Nick Cave pasamos a la llegada de los caballeros oscuros del grunge, Mark Lanegan y Greg Dulli, o lo que es lo mismo, los Gutter Twins. El tute que llevábamos en nuestro body hacía presagiar una lenta caída a los infiernos, pero salimos indemnes gracias a la poción mágica del ex-frontman de Afghan Whigs. Mientras nos castiga con reuniones de su antigua banda lejos de nuestra patria, nos tenemos que conformar con sus chous con Twilight Singers y ahora con su buen amigo, el siempre risueño Mark Lanegan. ¿Es posible haber visto más de media docena de veces a este tipo y no saber si habla o no? Tengo que echar mano de entrevistas en la tele para comprobar que el chavalito emite sonidos comunicativos. Y hasta le he visto sonreír, fenómeno paranormal.

El recital comenzó frío pero fue a más en cuanto Dulli dio rienda suelta a su vocación más soul. Lo lleva en la sangre. Lanegan la debe tener coagulada. Si bien fue adicto a la heroína, los problemas de Dulli fueron con la coca, y ambas vocaciones reflejan sus personalidades. Sin embargo, la mezcla –en escena, en la de sustancias no me meto- resulta atractiva y funciona. Atmósfera noir, ritmos actualizados, poesía urbana y callejera. Muerte, drogas, amores imposibles. Lo de siempre, sí, pero mola. Un placer para los sentidos de quienes fuimos y somos admiradores de aquellos grupos que pusieron banda sonora a nuestra tierna juventud. Greg Dulli como maestro de ceremonias ofició un concierto que despegó en la recta final, con unos bises rendidos al repertorio de Lanegan, incluido un popurrí en el que esbozaron unas estrofas del Shadow of the Season, de Screaming Trees. Lo dicho, el pasado sigue vivo, pero al menos estos muchachos no viven de rentas.

Luego, la noche nos confundió en la Razzmatazz.

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