lunes, enero 19, 2009

Los años que vivieron peligrosamente

Hay lecturas que uno no quiere acabar. Por un lado devoras cada renglón con la misma urgencia con la que protagonizarías los hechos relatados pero por otro dilatas la llegada de la última página como si el final del libro supusiera su olvido o al menos el despertar de un buen sueño. Es la fantasía de la literatura, la imaginación de un mundo evocado en voz baja, un mundo soñado.

No hace falta tener en las manos Crónicas Marcianas o La Isla del Tesoro, uno puede transportarse a un escenario de fábula haciendo uso de un simple manual de entrevistas y declaraciones fragmentadas. Los piratas y la realidad alterada también se dan cita en Por favor, mátame, la historia oral del punk.

No sabría decir muy bien la razón pero hasta ahora no había resuelto una deuda pendiente: leer la que es biblia de más de una generación de criaturas que todavía rememoran aquellos años como los del fin de la inocencia. Pues bien, la deuda ha sido saldada. No voy a entrar a criticar el valor testimonial de un libro imprescindible para todo amante de la música de alto voltaje, punk o como lo quieran llamar, ni a detenerme en analizar las bondades de esta segunda edición corregida que ahora luce en mi estantería. Simplemente quiero constatar el hecho de haber regresado al instante en el que todos aquellos hijos del arroyo se incorporaron a mi imaginario sentimental y a reforzar la idea de que, una vez habiéndome topado con la palabra fin, siento sus vidas, sus andanzas y desventuras, con una familiaridad desconcertante. ¿Quién fue Dee Dee Ramone para llegar a despertar en mí algo parecido a ternura? ¿Quién Johnny Thunders además de un yonqui con estilo pero sin clase? Los ídolos caídos se amontonan capítulo a capítulo trazando una estela de vidas salvajes, ingenuas e inseguras. El nacimiento, madurez y muerte del punk aglutinó una ristra de destinos entrecruzados derrotados de antemano. Finiquitado el espíritu hippie de la década anterior, los setenta alumbraron escoria a punta de pala, barriadas infestadas de seres nacidos para perder. La música fue un bello canto del cisne dilatado en privilegiados casos pero ahogado en seguida por el efecto instantáneo de una eterna juventud de imposible ejecución. Después de aquello, de una convulsa escena neoyorquina exportada a la gris y thatcheriana London, el sonido del mundo cambió. Al menos eso dicen algunos. Lo que sí cambiaron fueron las vidas de muchos jóvenes que vieron en Stiv Bators, en Sid Vicious o en Richard Hell lo que estos habían visto en Lou Reed, David Bowie o Iggy Pop. Desde la distancia yo nunca he querido ser ellos (mentira cochina, lo que pasa es que siempre he tenido pánico a las agujas), pero mi vida sería todavía más distinta si por un instante pudiera colarme en la misma habitación donde Dee Dee, Johnny, Jerry, Sid o Ron compartían dosis, existencialismo y rock and roll.

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