viernes, julio 17, 2009

El salvaje está cansado…

Un grupito de coleguitas en edad de merecer

… pero quiere más. Ayer Jerry Lee Lewis demostró en su concierto del Festival Veranos de la Villa de Madrid que es un adolescente en el cuerpo de un anciano. Pasado un buen rato en el que la banda de acompañamiento se dedicó a calentar al personal interpretando estándar tras estándar igual que lo vienen haciendo durante toda una vida, un punto rojo apareció en escena. Con camisa ídem, para destacar entre sus músicos enfundados en negro riguroso, un abuelo encorvado pero todavía con una buena mata de pelo rizado atraviesa el escenario. La gente se vuelve loca. Por fin. Es Jerry Lee. Se sienta en su piano negro acharolado y el animal de Louisiana balbucea frases de bienvenida y agradecimiento. Empieza el concierto. Down the line y los pies sobre el andamiaje de Puerta del Ángel sucumben al ritmo endiablado de las teclas aporreadas. No hay quien aguante sentado, mire usted. Por eso, servidor y compañía decidimos bajar a territorios más plebeyos y entregarnos a la danza demoníaca de un rock vacilón salpicado de otros ritmos sureños igualmente seductores. Un poco de gospel, un poco de balada country. Vuelta al rockabilly para alegría de algún que otro clon de Carlitos Segarra que luce sombrero cowboy entre los más de 2.000 espectadores de la gala. Eh, chitón. Georgia on my mind. Palabras mayores de licenciatura musical yanqui. ¡Jerry Lee, queremos boogie-woogie! Casi una hora después de arrimarse al piano, afronta el desenlace con Johnny B. Goode, y encadena los dos pelotazos esperados: Great balls of fire y Whole lotta shakin’ goin’ on. Cerramos los ojos y parece mentira, no tenemos que hacer muchos esfuerzos para transportarnos a un mundo lejano pero conocido. Volvemos a abrirlos y allí sigue Jerry Lee Lewis, el abuelo con camisa roja, deslizando el índice de la mano derecha por el teclado, moviendo sus manos más deprisa de lo que es capaz de hablar. Sin cerrar el último tema, se baja en marcha, se incorpora y saluda a su público bailón. Mientras la banda continúa el espectáculo, The Killer vuelve a atravesar el escenario en sentido apuesto. A medio camino, se da la vuelta como queriendo hacer la última intentona. Joder, soy Jerry Lee. Vuelve a saludar, acierta a mover sus largos brazos al son de la música en un pase de baile septuagenario, se vuelve a parar frustrado porque sus piernas ya no le responden. No ha pateado el piano. No lo ha incendiado. Se tiene que conformar con un recital domesticado a la fuerza. La edad y el tiempo no perdonan ni al más salvaje de los rockeros. La decrepitud de un anciano nos recuerda que la vida es un asco, que todo pasa, que Johnny Cash murió hace tiempo, que ya nadie (casi) baila con zapatos de gamuza azul y que Elvis para muchos siempre ha sido un espejismo deformado. Ni siquiera Jerry Lee Lewis puede ganar una guerra en la que tantas veces ha salido victorioso.

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