 Hubo un tiempo en que el Imperio Otomano, aunque bruto y enemistado con los moñas andalusíes que representaban el ala más aceitosa de los árabes, era sinónimo de placeres y hedonismo. El buen gusto turco es hoy una cosa muy discutible, pero en nuestro reciente viaje a la antigua Costantinopla hemos comprobado que, a pesar de que hay un buen puñado de hotelitos pequeños, modestos y contenidos, hay muchos otros más que desbarran en el falso oropel y en la frikada infumable. Uno de esos ejemplos es el hotel Celal Aga Konagi, que ya de por sí tiene tela el nombre. Ubicado en una avenida principal como Sehzadebası, este hotel es uno de los adefesios más deliciosos de cuantos he visto en mi vida viajera y hotelística. Disfruten conmigo de tan imposible combinación de elementos ornamentales: butacas envueltas en papel de regalo dorado, fuentes de piedra en mitad del hall, lámparas con forma de tuerca –dorada, claro está-, colores ácidos sin ton ni son, los murales más espantosos que ni en un restaurante chino de la periferia sevillana se puedan encontrar, y, mi preferido, un buen cisne de porcelana sobre el mostrador de recepción. Con dos pelotoncios, sí señor. Claro, que en cualquier restaurante de cierto caché de la ciudad te puedes encontrar fácilmente un grifo de cerveza esculpido en forma de saxofón. Ellos son así. Les gustan estas cosas.
 Hubo un tiempo en que el Imperio Otomano, aunque bruto y enemistado con los moñas andalusíes que representaban el ala más aceitosa de los árabes, era sinónimo de placeres y hedonismo. El buen gusto turco es hoy una cosa muy discutible, pero en nuestro reciente viaje a la antigua Costantinopla hemos comprobado que, a pesar de que hay un buen puñado de hotelitos pequeños, modestos y contenidos, hay muchos otros más que desbarran en el falso oropel y en la frikada infumable. Uno de esos ejemplos es el hotel Celal Aga Konagi, que ya de por sí tiene tela el nombre. Ubicado en una avenida principal como Sehzadebası, este hotel es uno de los adefesios más deliciosos de cuantos he visto en mi vida viajera y hotelística. Disfruten conmigo de tan imposible combinación de elementos ornamentales: butacas envueltas en papel de regalo dorado, fuentes de piedra en mitad del hall, lámparas con forma de tuerca –dorada, claro está-, colores ácidos sin ton ni son, los murales más espantosos que ni en un restaurante chino de la periferia sevillana se puedan encontrar, y, mi preferido, un buen cisne de porcelana sobre el mostrador de recepción. Con dos pelotoncios, sí señor. Claro, que en cualquier restaurante de cierto caché de la ciudad te puedes encontrar fácilmente un grifo de cerveza esculpido en forma de saxofón. Ellos son así. Les gustan estas cosas.De las habitaciones, poco que decir, decepcionantes por no albergar ningún osado esfuerzo por herir la retina. Cuánta vulgaridad.
 




 Para recrear nuestra memoria quedan los paseos por Balat, los niños correteando por las empinadas cuestas, la visión desde Asia del cielo encendido sobre Europa, los minaretes recortados por el sol, el atardecer desde la Torre Gálata, el olor a pescado del barrio armenio de pescadores de Kumkapi, la neblina nocturna como sacada del Londres antiguo de las calles desiertas de la zona de la Universidad, los hotelitos boutique de la parte baja de Sultanahmet, las chicas con pañuelos en la cabeza y Converse All Stars, mi cuerpo serrano tomando forma de kebab...
 Para recrear nuestra memoria quedan los paseos por Balat, los niños correteando por las empinadas cuestas, la visión desde Asia del cielo encendido sobre Europa, los minaretes recortados por el sol, el atardecer desde la Torre Gálata, el olor a pescado del barrio armenio de pescadores de Kumkapi, la neblina nocturna como sacada del Londres antiguo de las calles desiertas de la zona de la Universidad, los hotelitos boutique de la parte baja de Sultanahmet, las chicas con pañuelos en la cabeza y Converse All Stars, mi cuerpo serrano tomando forma de kebab...

































 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
