lunes, marzo 08, 2010

La vigencia de los mitos

La casualidad quiere que días después de asistir en El Matadero de Madrid a la obra de Tom Stoppard, Rock ’n’ Roll, el diario El País refleje la publicación del libro Bandera Roja en el que David Priestland reflexiona sobre las causas del fracaso del comunismo. Las contradicciones del sistema, la distancia entre teoría y puesta en práctica, la rigidez del dogma, la grisura de un mundo incapaz de imponer realidad moderna y, sobre todo, la cruenta aplicación de métodos depurativos de la doctrina en las visiones más radicales del catecismo marxista terminó por estrangular su futuro y por sepultar la aspiración de gran parte de aquellos ideales. Estas y otras muchas cuestiones parece abordar el libro de Priestland, al igual que el texto de Stoppard, auténtico renovador de la escena contemporánea y brillante guionista cinematográfico, entre otras muchas facetas de su vida laboral. Y es que al menos el libro, cuyo subtítulo reza Historia política y cultural del comunismo, irrumpe a colación de una ingenua tendencia a pensar que en estos tiempos de crisis global en los que el capitalismo parece tambalearse, tal vez haya espacio y oportunidad para un cambio de estructura, de valores, de sistema. No digo que sea el comunismo la alternativa elegida por esos incautos que creen ver luz en tanto drama financiero, pero sí que es el capitalismo el modelo que creen ver ajusticiado. Pobres. Bien claro lo deja Max, el personaje creado por Tom Stoppard para servir de eje dialéctico de la ortodoxia revolucionaria, en un momento de lucidez ya apartado del partido con mayúsculas y cargado de todo el cinismo que proporciona su experiencia: “el capitalismo, como la energía, no se destruye nunca, sólo se transforma”. Es también Max, desde su (des)enfoque pero desde el compromiso con su causa, el que se lamenta del inocuo manejo de la libertad por parte del estrato más bisoño de las sociedades actuales. Esa libertad que ni siquiera se la daba para sí mismo no es nada, a su juicio, en manos de perezosos e ignorantes que se hunden en la molicie frente al televisor. Algo desolador contiene esta reflexión si no fuera porque para muchos la libertad no se sujeta a condiciones por lo que precisamente uno de esos usos tiene que ver con el derecho a no cambiar el mundo, opción imposible de haber marcado en el formulario ministerial al otro lado del muro. Ello no resta significado a la paradoja de los últimos días del viejo Max, tan alejado –es un decir- ya del mito comunista, acomodado –es un decir, también- en tierras británicas recién consagradas al tatcherismo: el “después de tanto, ¿para qué?” frente al orgullo de haber consagrado su vida a algo. Pese a todo, Stoppard fue inmensamente feliz en la Inglaterra de la Swinging London, y el símbolo de aquel grupo de Praga, los Plastic People of the Universe, encarcelado por el régimen al identificar desideologización con subversión, todavía tiene vigencia. El mito de Syd Barrett –una de las inspiraciones de la obra teatral-, más que el de Lenin, también.

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