martes, septiembre 08, 2009

La boda

A esta no pude asistir. Lástima...

A pesar de que uno sostiene a pie juntillas que el acto matrimonial, esto es, una boda, (no, una boda no que es una entelequia, lo que la realidad arroja es puro bodorrio del bueno) es por definición una cosa estéticamente fea y conceptualmente innecesaria, sigo acudiendo a una tras otra en pos de análisis sociológico y farra flamenca. Aún me estoy lamiendo las heridas de la última gran cita con el pasodoble y el altar ajeno, acontecimiento que me ha convocado, a mí y a una turba de fieles energúmenos y, por lo demás, amigos de toda la vida, durante nada menos que cuatro días con sus pacharanes y sus charangas en tierras levantinas, donde todo es mucho más extremo y bizarro, sin restar por ello un ápice de encanto y colorido al festejo en cuestión. Hay que reconocer que para que todo bodorrio sea homologado como tal no requiere de semejante emplazamiento ni de tal acumulación de jornadas lúcidas, digo lúdicas, por lo que podríamos decir que el evento de marras se ha catapultado por méritos propios (y nuestros, queridos amigos del alma) a la cúspide donde sólo llegan los mejores y más audaces fiestones que engrosan la particular historia dionisíaca de cada cual. Y es que cuatro días de enajenación dan para mucho (los lectores de Repámpanos tienen que soltar ahora un sonoro “ohhhhhhh”). Sí, camaradas, la boda es lo que tiene. Aunque la jornada central del fin de semana tenga a priori una duración estimada y perfectamente programada, la prepoda y la posboda tienen una medida laxa y flexible, casi infinita. En esa horquilla indeterminada y de lo más disoluta, un espectador imparcial puede asistir a algo más que una ceremonia de rutina nupcial: asiste a innumerables ceremonias de comportamientos banales, primarios, secundarios y hasta terciarios. Hagamos un conciso recuento: primer cebollón nada más llegar porque coges la cosa con ganas; primeros encuentros y reencuentros con amigos, conocidos o compañeros del metal (a estos últimos sólo los ves de fiesta y algunos sólo en bodas, civiles o religiosas); segundo pedo para que no se pasen demasiado rápido los efectos del primero; acumulación histórica de personas conocidas en un mismo recinto; cuchicheos, críticas y chismorreos de portera antes y después de los dos primeros pedos; calor, mucho calor humano; exaltación beoda de la amistad, llantina incluida; abrazos machotes cada medio minuto; anécdotas inconexas relatadas a grito pelao en plena oreja; mezcla de humos extraños; sustancias extrañas, más allá de las servidas en el menú; cóctel elegante y gente aún gallarda y bien parecida; barra libre asaltada por descamisados sudorosos; los chacales centran sus miradas en las presas más apetecibles; los chacales optan por bajar el listón; los chacales van cayendo por el camino; los chacales se despeñan por la ladera del sopor etílico; detonaciones explosivas como es de rigor en tierras de tracas y jacas; fiestas populares; serenatas; subasta de solteros muy españoles; claveles en el ojal a las nueve de la mañana; visita relámpago y desbocada a la vecina ciudad de Benidorm con el objetivo puesto (como diría Pocholo) en culturizar la noche de una de las grandes metrópolis del vicio cañí; gintonics maridados con pepino y pétalos de rosa; baño nocturno en aguas fangosas del mediterráneo; hazaña de un novio en apuros, broche inimaginable y posible ingreso en el libro Guinness… Y así, hasta la intemerata. Por todo ello y más, no debo dejar de seguir profundizando en el oscuro fenómeno de los casamientos. Porque me debo a mis lectores, claro.

No hay comentarios: