miércoles, junio 04, 2008

La hostia del regreso

Parece que fue ayer cuando despedí a Mariano, le deseé suerte y me dispuse a lanzarme a la carretera como un poseso en pos de unos balsámicos días de asueto. Hoy vuelvo a levantar el cierre de esta bitácora y la realidad nos da la bienvenida entre mamporros y titulares: la situación del señor Rajoy estable pero todavía crítica, la Obregón en el punto de mira, Obama que está que lo tira, Pepu a la calle, y Bo Diddley caput, además de Yves Saint-Laurent. Qué bien se vive sin un bonito monitor de plasma en la pared.
El caso es que uno es mortal y tiene la obligación de reincorporarse a la vida ordinaria, tan vulgar como la de sus congéneres. A cinco horas y media dejo una vida de vientos y arena, la vida acariciada por las bondades del desierto almeriense del Cabo de Gata. Una rutina lánguida pero plena y muy próxima a la felicidad cierra su paréntesis hasta el siguiente capítulo, que a buen seguro será tan breve, soleado, callado y feliz como este. Como lo es siempre que uno comparte paisaje con amaneceres y puestas de sol recortadas por el brazo de un cactus, los extremos de las pitas, la silueta de un molino o una ruina aislada. Ponerse a Poniente y tostarse en carne viva, hasta las cachas. Hasta las cachas del trasero, quiero decir. Conducir por las vegas y los parajes medio congelados en el tiempo. Triscar como cabras ladera abajo hasta caer en el mar transparente. Flotar mientras un calamar pasea entre algas. Fumar un canuto en una noche nítida de estrellas. Comer. Y dormir. Y follar. Y vuelta a la rutina.
El desierto no tiene mucho. Escarabajos y arañas, pedregales, poca sombra y mucho polvo, carreteras peligrosas y pueblos sin gracia. Mucho trotamundos, perro flauta, hippie con visa oro, algún tirado y poco almeriense.
Algunos no encontrarán nada. Otros encontramos casi todo.

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