sábado, junio 20, 2009

Errol Flynn, el pianista


Por encima de todos, Errol Flynn. Hoy Errol Flynn hubiera cumplido 100 añitos. Y si estuviera entre nosotros lo celebraría garrota en mano. O pene en mano aporreando un piano de cola, valga la redundancia. Aunque está bien claro que un personaje como él no podía sobrevivir mucho más de lo que ya buenamente hizo. Hace 50 años, cuando tenía 50 años, su corazón se paró. Y eso no lo pudo aguantar ni este machote. Claro, se murió.
Precisamente ahora que la calma chica de la siesta recuerda lo propicia que nos era para fantasear con mundos de mosqueteros, indios y piratas, y precisamente que en este sábado sabadete tuesto mis carnes morenas al sol de Formentera, cierro los ojos y me imagino al capitán Blood asomado a la cubierta de un gran velero, con sus ricitos de oro al viento y su media sonrisa de pícaro –o cabrón, como gusten- dibujada en la cara. Pero no fue este advenedizo filibustero el que marcó un antes y un después de mi infancia al borde de un viejo televisor en blanco y negro. Ni siquiera el militar de La carga de la brigada ligera. Ni el general Custer de Murieron con las botas puestas. Puede que decir que lo hizo su Robin Hood sea un topicazo, pero así fue. Porque a estas alturas, con unos cuantos kilómetros de celuloide en mi chepa, creo que esa sigue siendo la película que más veces he visto en mi vida. O al menos a la que más cariño tengo. No recuerdo la primera vez que contemplé a Flynn en mallas verdes –bueno, grises- pero sí tengo marcadas a fuego muchas de las noches en las que me acompañaron sus aventuras, que así se llamaba con precisión la peli de Curtiz: Las aventuras de Robin Hood, mi personaje favorito de la historia gracias a nuestro héroe. A Errol Flynn, quiero decir, aunque ya no sé quien sino él puede asociarse al justiciero de Sherwood. Recuerdo las noches del cine de verano de La Chopera, en El Retiro. No una, ni dos. Recuerdo el olor a tierra y a bocadillo. Recuerdo también las noches de un desangelado pueblo manchego –el de mi padre- en un caserón al calor del brasero y de una gran tele también en blanco y negro. O al menos así recuerdo por siempre a Errol Flynn y a Olivia de Havilland, en blanco y negro, a pesar de que luego los pintaran de colores pop y pudiera por fin ver el del tremendo pijama que se gastaba el mozo. ¿Os he contado que yo destrocé uno mío para que pudiera parecerse al de Robin Hood, con flecos y todo? Ejem, los niños que son muy majos. El caso es que para mí representa, mejor que cualquier otro, desde Burt Lancaster a Bogart, desde John Wayne a Anthony Quinn, la emoción más grande que el cine me haya podido nunca proporcionar: la emoción de la libertad absoluta. La aventura por antonomasia. La infancia como tesoro. Errol Flynn no fue el mejor actor ni hizo las mejores películas. Simplemente fue un hombre que vivió la vida como pocos, la devoró, traspasó su pantalla e impartió magisterio sobre cómo seducir al lado más hedonista de nosotros mismos. Su sonrisa bajo el bigotillo le delataba: él sabía cosas que nosotros sólo podíamos imaginar. La fantasía del cine es eso.


2 comentarios:

Dario dijo...

Joder, me has emocionado... Qué ganas de ver Robin Hood ahora...

El turista dijo...

Claro que sí, y sobre todo en verano que es cuando puedes enseñar canillas bajo los harapos. Kevincostnerdejesús tuvo su aquel, con su colega negrito y eso, pero como el de la peli de 1938 ninguno. Y eso que la caraluna de la Havilland nunca fue una Ava Gardner ni mucho menos pero bueno, uno era un mozalbete y con disparar mis flechas y beber cerveza con Little John y el fraile Tuck ya tenía suficiente. Ah, y Claude Rains como Juan sin Tierra estaba de fábula.